"El Nobel a la Esperanza"
Cada año, con el otoño viene otra caída y no precisamente de hojas, sino de las esperanzas de que la concesión de los Premios Nobel obedezca a los principios que alentaron su creación. Que la naturaleza mude de color, es inevitable. Crearse falsas expectativas y aferrarse a la idea de que la política en minúscula no invade las reuniones donde se decide la renombrada premiación, no. Por eso me recubro con el manto de la mayor indiferencia cuando las más variadas conjeturas pueblan los medios de comunicación, y los nombres aparecen y desaparecen en el crucigrama de los intereses.
De las premiaciones a los avances en la ciencia no me atrevo a opinar, sino que usualmente limito mi osadía a tres de las categorías: literatura, economía y paz. En las letras llevo ventajas, ya que el anuncio anual me une en la distancia -no que hiciese falta- con mi entrañable Margarita Cordero en un lamento silencioso porque una vez más se pasó por alto a un grande de la literatura universal, el cual en sus textos descifra con maestría los códigos del poder sin desmedro de la prosa elegante y cultivada pese a que lo leemos traducido. Me refiero al albano Ismail Kadaré. Menos mal que este año le concedieron el Príncipe de Asturias y fue el primero en recibir el Man Booker International, creado en el 2005 para complementar el Man Booker, destinado exclusivamente a escritores en inglés del Reino Unido y la Commonwealth.
Ese mismo lamento se extiende en las postrimerías del año por toda América Latina, que se pregunta perturbada si Mario Vargas Llosa heredará el karma de Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo, la gloria literaria argentina y de todo el mundo que se murió sin recibir el Nobel tantas y tantas veces otorgado a figuras menores de la literatura universal.
Curado de espantos, me guío por el estruendo mediático del día después, mas no porque Alfredo Nobel, cuyo apellido llevan los premios, inventara la dinamita y necesitara acallar su conciencia después que recapacitó sobre el efecto destructivo de su creación.
El plato de la discordia, vaya paradoja, suele ser el Premio Nobel de la Paz y es el que refleja sin pérdida alguna las razones políticas coyunturales que motivan la decisión. Baste recordar que en 1973 el mundo se quedó con la boca abierta cuando se anunció los ganadores: Henry Kissinger y Le Duc Tho, el negociador norvietnamita. Este último tuvo la decencia de no aceptar el premio. Kissinger lo hizo, pese a ser el arquitecto de los bombardeos aéreos de Camboya que culminaron posteriormente con la violencia genocida de los jémeres rojos cuando llegaron al poder del desestabilizado país del sudeste asiático.
A medir por las reacciones, la unanimidad brilla por su ausencia en el caso de Barack Obama, flamante ganador del Nobel de la Paz con apenas ocho meses en la presidencia de los Estados Unidos: que es extemporáneo, que no puede exhibir logro alguno a favor de la paz, que hay otras figuras internacionales con mayores méritos. De todas maneras, el joven gobernante ingresa en el club privilegiado de los presidentes norteamericanos en ejercicio galardonados. La lista es pequeña y de buena compañía: Theodore Roosevelt y Woodrow Wilson. Sobre todo la del último, el doctor en filosofía idealista, convencido de las bondades del multilateralismo y la diseminación pacífica de los valores democráticos.
Me confieso entre los sorprendidos por el premio, sobre todo por el corto tiempo que lleva Obama al frente del gobierno de su país. Pero mi sorpresa termina cuando, en busca de forjarme una opinión propia no contaminada por el barrullo mediático, leo las consideraciones del Comité Noruego del Nobel para la selección:
"... ha decidido que el Premio Nobel de la Paz 2009 sea otorgado al Presidente Barack Obama por sus esfuerzos extraordinarios para fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos. El Comité ha asignado importancia especial a la visión y el trabajo de Obama por un mundo sin armas nucleares".
Mucha política en este último premio, sí, pero en mayúscula, como atestigua el siguiente párrafo de las consideraciones:
"Como Presidente, Obama ha creado un nuevo clima en la política internacional. La diplomacia multilateral ha recuperado una posición central, con énfasis en el papel que las Naciones Unidas y otras instituciones internacionales pueden jugar. El diálogo y las negociaciones son preferidos como instrumentos para resolver incluso los más difíciles conflictos internacionales".
Pocas veces el Comité ha invocado razones tan poderosas y cargadas de esperanzas como las expuestas para reconocer a un mandatario que desde el inicio mismo de su gestión ha proyectado un indudable liderazgo mundial, ha roto con el aislamiento en que se había sumido su país y devuelto valor a las herramientas más eficaces de la diplomacia y la remoción de las diferencias, no importa cuán graves y profundas. Nobel estaría orgulloso de la carga en el mensaje de paz de Obama en los diferentes foros internacionales.
Es un mensaje poderoso, explosivo si se repara en las posiciones y comportamiento del Estados Unidos republicano hace apenas un año. Conmigo o contra mí era la consigna única de unos halcones envalentonados con su propio canto de sirena y la creencia ciega de que lo suyo era una cruzada inspirada desde el cielo, reseñada en unas Sagradas Escrituras que solo leían e interpretaban correctamente Bush, los neoconservadores y la derecha más recalcitrante. Este Nobel es un rechazo a esa política, causante de más divisiones y del fortalecimiento de los enemigos a los que se proponía derrotar.
Con Obama, pienso, se ha decidido premiar la resurrección de otro enfoque de los conflictos, de una visión diferente del mundo, de sus problemas, de las soluciones, de la democracia y de los valores que sí alcanzan la categoría de universales. Y, simultáneamente aunque de manera simbólica pero efectiva, arrimar el hombro en pro de una verdad de a puño: los problemas globales necesitan de soluciones globales, es decir, en las que participemos todos, grandes y pequeños. Se busca devolverle eficacia a las Naciones Unidas como el ágora del diálogo por excelencia y reconocer que ningún país tiene el monopolio de la verdad. Tampoco el derecho a imponer sus criterios a rajatabla o, peor aún, montado en el carro de la violencia.
No se habla de hechos sino de una visión. Lo que evidencia un cansancio con esos años de una política exterior basada en la prepotencia de una apreciación unilateral. Pero, y es lo que importa, se advierte la urgencia para dar paso a la esperanza, a nuevas posibilidades a la paz, a la manera de concebirla. La fortaleza del discurso conciliador de Obama reside en el entusiasmo que convoca. En virtud de su carisma, los líderes verdaderos tienen la virtud del contagio positivo, del convencimiento, de la captación de nuevos adherentes a causas mayores. Hablamos de ideales, tal vez de ilusiones. Pero mientras más compartido, más posibilidad de convertir el sueño en realidad. Lo ha reconocido el Comité: "Solo muy ocasionalmente una persona ha capturado la atención mundial al igual que Obama y dado a la gente esperanza de un futuro mejor. Su diplomacia se funda en el concepto de que quienes lideran el mundo deben hacerlo sobre la base de valores y actitudes compartidos por la mayoría de la población mundial".
Esta vez el Comité no se ha andado con medias tintas e intentado cubrir con frases huecas las sinrazones del premio. "Gracias a la iniciativa de Obama, los Estados Unidos juegan ahora un papel más constructivo para enfrentar los retos del clima que afectan al mundo. La democracia y los derechos humanos resultarán fortalecidos".
Este Nobel de la Paz es una apuesta al futuro, concedido. Pero al futuro que cada vez más el mundo quiere. ¿O que deseamos que quiera?
Nota de Aníbal de Castro, publicada el 10 de octubre de 2009 en el sitio “Diario Libre.com”
http://diariolibre.com.do/noticias_det.php?id=218813