Alicante,
España. La duda existencial shakesperiana embarga
mi pensamiento desde que he tenido la oportunidad de leer con detenimiento el Proyecto de Real Decreto por el que se
desarrolla la Ley de Mediación en asuntos civiles y mercantiles
en materia de formación, registro y aseguramiento de la responsabilidad
profesional de los mediadores que el Ministerio de Justicia publicó con fecha
de 13 de noviembre de 2012.
No dejaba de ser prometedor el preámbulo:“la ley configura un modelo que tiene
en la figura del mediador una de sus piezas esenciales”. Con buen
ánimo proseguía la lectura y mi pensamiento se sentía reconfortado al descubrir
que “la Ley … hace una
apuesta clara por la calidad de la mediación, lo que lleva a imponer
determinados requisitos al mediador”. No encontraba el tiempo para
desgranar el cuerpo que el legislador quería ofrecernos para resaltar tan altos
principios cuando volvía a reafirmar que “la
formación del mediador constituye un requisito fundamental del mismo“.
De repente mi inteligencia se puso en guardia. En el mismo preámbulo se
entreabría un resquicio de pesadumbre al hablar de una formación abierta, “sin establecer requisitos estrictos o
cerrados respecto a su configuración”, apresurándose a establecer
los límites básicos de dicha formación de “calidad”: contenidos generales,
tiempo de duración de la formación, criterios de la formación a distancia,
distribución teórico/práctica de la formación y la formación continua del
mediador.
Todo fue ir desglosando el Capítulo II
sobre la formación de los mediadores para que me atenazara la duda: ¿soy mediador o hago mediación?, ¡esa
es la cuestión! En el desarrollo de la formación el legislador
hace una invitación reduccionista a que hagamos
mediación, que nos “formemos” en ella como una estrategia de
intervención más o menos eficaz que busca aligerar la carga judicial de nuestro
castigado sistema y que con un mínimo de dedicación horaria rellenemos un
expediente que nos acredite como hacedores
de mediación.
No podemos seguir adelante sin recordarle a
la mediación la necesidad de practicar aquella buena recomendación, atribuida a
Sócrates y al oráculo de Delfos: «Conócete
a ti mismo». Sería muy conveniente realizar un ejercicio
hermenéutico de autocomprensión, tanto en el orden epistemológico como en el
práctico. Desde esa perspectiva es cuando nos podemos plantear la cuestión del
sentido de la formación en mediación. Si
la mediación no es una profesión en sí misma, ¿qué es?
Parcialmente podemos decir que la mediación
es una técnica pacificadora aplicada a los procesos de conflicto, pero ¿es un
oficio que se desarrolla mirando de soslayo al abogado, terapeuta, trabajador,
educador social? Entiendo la mediación como la profesión que trata de aplicar
herramientas pacificadoras en el conflicto humano, pero que se define mejor
desde un contexto propiamente humano que desde un mero fundamento técnico.
Trabaja desde un modelo de ayuda a reencontrar lo que es bueno y deseable para
los seres humanos, de cómo deben comportarse consigo mismos, con aquellos que les
rodean y con la sociedad de la que forman parte, en el contexto de la propia
competencia y capacidad de cada uno para encontrar las soluciones por más
complejas que estas parezcan o sean. Entiendo
al mediador como un subtipo del profesional facilitador de la vida de las
personas. Se trata de una profesión prosocial, como la de los médicos,
terapeutas, trabajadores sociales… muy distinta en sus
objetivos (y en las expectativas que los “clientes” tienen del profesional que
la ejerce) de los objetivos de otras profesiones, como la de arquitectos,
mecánicos, informáticos, abogados, comerciantes. El mediador sirve a la
sociedad, pero no ayudando y “reparando” a las personas sino facilitándoles la
consecución de sus propios objetivos.
La ruptura con la visión reduccionista, del
simple gestionar-aliviar el conflicto o evitar el proceso judicial, lleva a la
postura ética necesaria de buscar el beneficio de las partes, de creer además
en su capacidad y competencia frente a las dificultades. Bajo esta perspectiva nuestro atribulado Hamlet tendría clara la
respuesta: ¡Ser mediador, esa es la verdadera cuestión!
Referencias bibliográficas:
Conill, J. “Ética y deontología. ¿Tiene
algo que decir la filosofía a la psicología?” Información psicológica, V Época, no 77,
diciembre 2001, pp. 37-41.
Fabregat, Alfonso. “Ethos, a propósito de
la mediación”. Revista
e-mediación. Vol. 7, no 174, pp. 21-40. Septiembre 2012. Ed.
Acuerdo Justo.
Alfonso Fabregat Rosas. Nuevo fichaje del Despacho
Acuerdo Justo.
Diario Jurídico.com. 27/12/12
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